12 de febrero de 2015

Las gafas

Después de las hombreras, el accesorio al que más manía he tenido son las gafas graduadas. Soy miope desde los 8 años, y recuerdo como si fuese ayer el momento en el que me di cuenta, estando de vacaciones, de que no veía bien la lista de helados colgada en la pared de un bar en Cambrils. De vuelta en casa, recuerdo ir a la óptica con mis padres, donde me enseñaron varias monturas que me hacían parecer una (mini) azafata del Un, Dos, Tres. Para ellos y para la vendedora que nos atendió, todas las gafas me quedaban bien. Claro, ellos qué iban a decir... Pero yo me veía fatal. Rarísima. Al final elegí las que consideraba que se notaban menos. "Ya te acostumbrarás", me decían. 
Ahora han cambiado mucho las cosas; las gafas se perciben más como un accesorio que como una necesidad, es habitual tener más de un par y hay niños que están casi deseando usarlas, porque sus amigos las llevan. Pero allá por los años 80, los que usábamos gafas éramos - a veces - objeto de burla. 
Siendo tímida por naturaleza, cuando empezó el curso en Septiembre no podía estar más avergonzada de mis puñeteras gafas nuevas. Por suerte todavía me defendía bien sin ellas, y solamente las ponía brevemente cuando me resultaba imposible leer la pizarra. Estuve en este plan hasta la época del instituto, cuando las dioptrías pegaron un subidón repentino y tenía serias dificultades para desenvolverme. Lo que pasa es que yo era bastante terca, y poco a poco empecé a acostumbrarme a vivir en un mundo muy borroso. En la distancia conocía a la gente por la voz, y si se acercaban a mí en silencio, sabía de quién se trataba por su forma de moverse. Si eran desconocidos lo tenía bastante más crudo, claro. Pero se me daba bien disimular lo mal que veía, porque pocos sabían que estaba tan cegata. Lo cierto es que resultaba agotador ir por la vida como Rompetechos. 
Varios pares de gafas pasaron por mis manos (más que por mi cara) a medida que iba creciendo... y los odié a todos y cada uno de ellos. 
Cuando cumplí 17 años, mis padres me preguntaron si me gustaría usar lentillas, y entonces se abrieron los cielos. El día en el que vi con nitidez sin las gafas está en el top 5 de los momentos estelares de mi vida. No quería ir a devolver las lentillas de prueba de la óptica.
Por aquel entonces las lentillas no eran tan sofisticadas como ahora, y había que utilizarlas el menor tiempo posible para que los ojos pudiesen "respirar". Yo no. Desde el primer día las ponía por la mañana hasta que me iba a dormir por la noche. Tenía contento a mi oculista. "Como sigas abusando así, dentro de 2 ó 3 años tus ojos van a rechazar las lentillas y no podrás volver a utilizarlas", me decía. Pero yo no daba mi brazo a torcer... y la verdad es que no sé si tuve mucha suerte o es que el oculista no contaba con los avances tecnológicos, porque 20 años después continúo usándolas sin ningún problema.   
Hace ya mucho tiempo que dejé de odiar las gafas graduadas. Siguen sin gustarme un pelo, me parecen incómodas y no me veo bien con ninguna, pero las utilizo con relativa frecuencia y sin traumas. Otro de esos complejos absurdos que se superan con la edad. 


31 de enero de 2015

Quién me mandaría salir de casa...

Una de las cosas que me frenaba cuando hace unos meses me debatía entre empezar un blog personal o no, era la vida tan monótona que llevo últimamente. Ojo: me refiero a la monotonía de la rutina, porque lo que es en casa, no nos aburrimos. Cada día hay alguna historieta. Lo que pasa es que no son interesantes para contar por aquí, porque a) están bien en el momento en el que suceden, después pierden casi toda la gracia y b) ya advertí que este no va a ser un blog "de madres". 
Aún así me las arreglo para que de vez en cuando me pasen cosas un poco surrealistas. Como a casi todo el mundo, supongo. 
Ayer me tocó vivir uno de esos días en los que te preguntas si te persigue un equipo de cámara oculta.
Todo empezó con el primer café de la mañana. Dormitaba entre sorbo y sorbo de pie, frente la ventana de la cocina, cuando la cafeína comenzó a hacer efecto y me dí cuenta de que los vecinos tenían la puerta de la valla del jardín casi arrancada de cuajo, como si alguien le hubiese dado una patada desde el exterior. Casi instintivamente miré hacia la mía, que estaba intacta. Una hora más tarde, cuando salía de casa para llevar al Niño Mayor a la guardería, vi a mi vecino quitando la nieve de su coche... con una fregona. Disimulando mi estupor, me acerqué a preguntarle qué había pasado con su valla, y me contestó: "Ah, nada... ya andaba un poco mal... la debió de arrancar el viento de anoche". No le contesté, pero me quedé pensando que esa noche no había hecho viento - al menos no el suficiente como para arrancar de cuajo una bisagra y astillar una madera. 
Mi mañana transcurrió sin más incidentes... hasta que al mediodía, después de recoger al Niño Mayor de la guardería, paré en una gasolinera muy concurrida a sacar dinero del cajero. Aparqué a pocos metros y de manera que los niños me pudiesen ver en todo momento desde el coche. En el cajero contiguo había un hombre de unos sesenta y pico años con un perro de gran tamaño, un Terranova negro cubierto de nieve. Me dispuse a sacar dinero, cuando noté la cabeza enorme del perro en mi cintura, olisqueándome. El dueño le regañó un poco y se disculpó, pero le dije que no tenía importancia. Me fijé en que la pantalla de mi cajero se había quedado colgada y con mi tarjeta todavía metida. Volví a notar la cabeza del perro rozándome, y me giré para darle unos toquecitos diciéndole: "Holaaa... holaaa...". Me volví de nuevo hacia el cajero, cuya pantalla había recuperado la normalidad, pero mi tarjeta seguía sin salir. Empecé a pulsar botones sin resultado, soltando un par de juramentos, cuando de repente sucedió lo que se me ocurre describir como un oso intentando encaramarse a mi espalda.
Otro Terranova haciendo de las suyas
En un arrebato de cariño, el Terranova se me había subido por detrás. 60 kilos de bola negra peluda y mojada que me estamparon contra el cajero. El dueño tiraba de la correa gritando: "Abajo! Abajo!", y yo sin poder zafarme del bicho, que resoplaba con el morro hundido en mi cogote. En cuestión de segundos (que me parecieron minutos) se acercó un chico y ayudó al hombre a tirar de la correa. "¡Perdona.. perdona!", me decía el dueño cuando consiguieron bajar al perro. Alguno de los presentes (no olvidemos: gasolinera concurrida en hora punta) me miraban horrorizados, otros se mondaban de risa. Recuperando la compostura (y la dignidad) con un sofocón de tres pares de narices, vi que finalmente el cajero había escupido mi tarjeta. La recogí a toda prisa y volví al coche con el abrigo y el pelo húmedos, oliendo a perro mojado. Los niños me miraban ojipláticos. "Mamá, ¿qué hacía el perro?", y yo "Nada, nada...". 
Salimos de allí y en el primer semáforo en rojo, miré distraídamente al vehículo de al lado... una furgoneta desde la que el tío que iba en el asiento del copiloto me sacó una foto con un móvil. 
Lo que digo: hay días que parecen de cámara oculta. 

26 de enero de 2015

Que pongan días de 35 horas, por favor.




Parte del trabajo para sacar adelante mi experimento blogueril consiste en ponerme un poco al corriente en cómo se promociona en las redes lo que uno quiere dar a conocer. Al principio no tenía ni pajolera idea de por dónde empezar, pero parece que después de pasar varios días leyendo acerca del tema, se me van aclarando un poco las cosas - aunque a veces creo que la cabeza me va a estallar, saturada de información. Sabía que un blog con un objetivo necesita tiempo y dedicación, pero... madre mía, ¡a mi día le faltan horas! Esto es un trabajo a tiempo parcial, o por lo menos esa es la sensación que tengo ahora al principio, cuando me las veo y me las deseo para buscar lectores, para encontrar contenidos* y para dejar la página con un diseño decente. Yo todavía estoy en el principio de los tiempos. Vamos, que según el Génesis (el libro, no el grupo musical) mi blog andaría ahora mismo por el pasaje: Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo. 
Exactamente: en tinieblas estoy. Anda que no me queda ná.
A todo esto añado la media de 14 interrupciones por minuto que me regalan los Niños, mis obligaciones doméstico-materno-marujiles, y (para qué nos vamos a engañar) la facilidad que tengo para distraerme con el vuelo de una mosca cuando la faena se vuelve tediosa.
No avanzo tanto como me gustaría, pero no me desanimo. Además, me van saliendo colaboraciones desinteresadas para que el proyecto no se venga abajo, así que estoy muy contenta, porque son detalles importantes que no esperaba recibir tan pronto. (¡Gracias, gracias!). 
Pues lo dicho, ahí sigo, tirando p'alante. Así que compartid, compartid el enlace, o esta misma entrada, "que es gratis y no cuesta" :D


(*) Aprovecho para animaros a que me enviéis historias :)




8 de enero de 2015

Todo a medias

Aquí estoy otra vez.
Como conté en la entrada anterior, terminé el año empezando un proyecto-experimento en el otro blog, y ya tengo mucha curiosidad por saber por dónde va a salir. Es que soy un poco cagaprisas para casi todo.
Ya no comienzo los años con propósitos porque no los llevo a cabo, así que a ver si terminando el año con planes, cambia la historia. Bueno, la que debería de cambiar soy yo y ceñirme a lo que me propongo. Lo que pasa es que es muy difícil dejar de hacer de golpe y porrazo lo que ya se ha convertido en una costumbre de toda la vida. Porque dejo las cosas a medias desde que tengo memoria. Dicen que los niños de ahora apenas tienen tiempo libre con tanta actividad extraescolar, pero al menos mi infancia, que transcurrió allá por la década de los 80, no tiene nada que envidiar. Para muestra, un botón. Estas son las actividades que recuerdo haber hecho obligada por mis padres (aunque ellos ahora lo nieguen y digan que todas fueron "cosa mía"): 

- Natación. Un desastre. Me apuntaron cuando tenía unos 5 años, junto con mi hermano que tenía poco más de 3, y para que os hagáis una idea, lo poco que recuerdo es que en cuanto le metían en el agua se ponía a berrear de tal manera agarrado al bordillo de la piscina, que me hacía llorar a mí, y el monitor ya no podía hacernos entrar en razón a ninguno de los dos. Al final acabó enseñándome a nadar mi padre. Mejor dicho, a flotar, porque lo que es nadar, nado como los perros.

- Solfeo. De esto recuerdo tres cosas: 
 1) Que mi padre era quien tenía ilusión por aprender música, así que nos matriculó a él y a mí en el Conservatorio, porque decía que así íbamos juntos y que "qué bonito sería que yo supiera tocar el piano". Tal cual.

2) Que me mandaron a clases particulares de piano, y después de unos meses, la profesora le dijo a mi padre que yo no tenía aptitudes y que ya de entrada, tenía los dedos cortos. Nunca antes había sido consciente de la (inexistente) largura de mis dedos, pero sí es verdad que sudaba tinta para tocar el teclado a la velocidad adecuada. Al final esto jugó a mi favor, porque dejé las lecciones.
  
2) Que yo odié el solfeo desde el primer día, y cuando llegué a mitad del cuarto curso me planté y dije que eso no era para mí, y que además ya estaba muy ocupada con los deberes del cole y las clases particulares de inglés (de las que hablaré más abajo).

- Tenis. Esto vino justo después de dejar el solfeo, porque en mi casa reinaba la máxima de que "algo hay que hacer después de salir del colegio". Mi padre - él, una vez más- ha sido siempre muy deportista, y durante años jugó al fútbol y al tenis con regularidad. Se ve que el tenis le pareció un deporte más femenino adecuado para mí, así que me apuntó a un curso cuando tenía 13 años. Ahí sí que empecé con cierta ilusión... hasta que me di cuenta de que no solo era la única chica y la abuela del grupo de 8 ó 10 aprendices que rondaban los 9 años, sino que a pesar de ser más alta que todos ellos, cuando el profesor nos hacía competir, los pequeñajos me metían unas palizas impresionantes a la par que humillantes. Una vez más, me negué en redondo a continuar.

- Idiomas. La verdad es que ir a las academias para aprender inglés no me ha importado en absoluto, porque me encanta el idioma. Pero nunca completé los ciclos hasta conseguir un certificado o lo que fuese que ofrecía el centro de turno. El único Título Superior de inglés que tengo (que ya ni siquiera se llama así) es el de la Escuela Oficial de Idiomas, pero nunca fui a las clases. Lo que sí hice fue un par de años de francés, pero también abandoné.

- Mecanografía. Fuí siendo bastante jovencita, pero creo que duré dos semanas... por la misma razón por la que tuve que dejar el piano.

- Japonés. Fui a clase un año. El profesor no hablaba español, y los alumnos nos medio-entendíamos con él en inglés. Al final del primer año nos dijo que aunque completásemos los tres que comprendían el curso, no se alcanzaba un nivel suficiente para desenvolverse en japonés. Pues a otra cosa, mariposa.

Es probable que se me haya quedado alguna actividad en el tintero porque mi cerebro se niega a desenterrar de la memoria ciertas experiencias todavía más patéticas que las que os he contado. 
Pero bueno, volviendo al tema del principio, procuraré ir cambiando poco a poco y auto-animarme para que ese proyecto del blog salga adelante de alguna manera. También me estoy intentando poner mínimamente al día de lo que se cuece en internet respecto a SEO, blogs, aplicaciones y otros rollos patateros similares de los que llevo bastante tiempo desconectada. Con los niños sueltos por casa es complicado encontrar ratos perdidos de paz y tranquilidad para centrarme, pero espero no acabar tirando la toalla, porque ese tema me gusta. Crucemos los dedos - los veinte.

30 de diciembre de 2014

Proyecto a finales de año

Por primera vez en muchas navidades, Papá Noel está de acuerdo conmigo en que he sido bastante buena los últimos doce meses, y me ha traído un portátil nuevo. 
Después de pasar semanas apañándomelas en internet a través del móvil, acelerando así el proceso natural de mi futura presbicia (vista cansada - por si me lee alguien de la ESO - o que pronto voy a necesitar gafas para ver de cerca - por si me lee alguna víctima de reformas educativas posteriores), aquí estoy, teclea que te teclea toda feliz.
Pensaréis que ahora que he conseguido lo que quería, volveré a hacer y decir las maldades de siempre. Pues nada más lejos de la realidad. Tampoco voy a cambiar de la noche a la mañana, pero sí he comenzado un proyecto la mar de bonito (o eso me han dicho) que espero que tenga futuro.
He creado otro blog, Bondad Anónima, en el que iré recopilando historias de gestos de amabilidad y generosidad llevados a cabo casi siempre de forma espontánea, desinteresada y entre desconocidos. Además de la iniciativa propia de cada individuo, en varios países existen campañas y organizaciones que promueven y  fomentan estos actos, y yo quisiera saber si quienes me leéis habéis tenido una experencia de este tipo o si conocéis el caso de alguien que haya recibido una sorpresa agradable por parte de un desconocido. De ser así, me gustaría que me enviáseis un correo utilizando el formulario de la barra lateral derecha, y yo lo publicaré en el blog y en Twitter, para mostrar y demostrar al mundo que "all you need is love", que un detalle sencillo puede alegrar el día o la vida entera de otra persona y quizás también para animarnos entre todos a portarnos mejor con nuestros prójimos y "prójimas". ;)